Ha habido mucho calor estos días, situación que en el último lugar del mundo es poco habitual, pues acá se dice que existen sólo dos meses de verano y diez de invierno, lo que según mi experiencia como sureña es muy cierto.
Me puse a regar el jardín y entre los olores a flores y a tierra húmeda, vinieron a mi memoria imágenes de mi niñez, aquellos veranos en la cordillera de la costa, con bosques nativos, mar, quebradas y bajadas a mariscar en familia.
Recuerdo que seguíamos una huella y llegábamos hasta la "cuesta de piedra", y claro, la llamábamos así porque estaba formada por piedra volcánica, aquella que al tocarla se deshacía convirtiéndose en polvo. Desde allí se contemplaba la braveza del pacífico al reventar sus olas sobre grandes rocas, mientras el viento refrescaba todo ser que se posaba en dicha altura, aunque el sol estuviese en su máximo esplendor.
Los arboles eran tan largos, que siendo niña los miraba hacia arriba y parecían infinitos, su sombra era muy gratificante para los que preferíamos internarnos entre ellos en vez de ir a la playa. ¡Más de alguna vez me cayó un pequeño trocito de hoja a los ojos de tanto mirarlos!
Era de ensueño caminar por ese bosque, creo que nunca di gracias a Dios por esa niñez tan bella, no gozábamos de lujos, pero sí de amor y una naturaleza privilegiada a nuestro alrededor.
Gracias Señor por aquellos regalos que nos das y que a nuestros ojos pasan desapercibidos, ya que todas las pequeñas y grandes cosas vienen de ti.
"Jehová en las alturas es más poderoso
que el estruendo de las muchas aguas.
Más que las recias ondas del mar".
Salmos 93:4